lunes, 15 de agosto de 2011

LAS CARTAS QUE NO LLEGARON


En aquellos días en los que ni las computadoras ni el Internet existían, había un sistema de comunicación tierno, de entrega total, con las huellas propias de cada ser humano, de signos, rayones y muchas veces, de ininteligibles letras, que llamábamos cartas y eran distribuidas en las casas y oficinas, por los carteros.
Por mi casa pasaba uno de ellos todos los días. Él era un hombre pequeño, de cabello cano, un gran bigote blanco, una tierna sonrisa, piel un poco rosa y su quepis gris. Su pantalón era de color azul, con una línea gris a cada lado y una impecable camisa amarilla clara de manga larga, puños grises, con el emblema de Adpostal rojo y blanco en el bolsillo derecho. A este señor lo vi envejecer año tras año, al igual que a la “señorita Elena” quien vivía en la parte superior del edificio.
El cartero le llevaba religiosamente cada quince días una carta a la señorita Elena, siempre en sobre diferente, en esas esquelas hermosas que salían antes, con unas estampillas que me derretían de la envidia, pues eran de China y yo tenía una linda colección de estos sellos; me daba pena pedírselas, pues le brillaban de una manera tan especial los ojos cuando las recibía, que mi voz se atragantaba para decirle algo. Sentía que le robaba parte de ese ser que tanto anhelaba.
Las letras que se dibujaban en esas cartas, sólo llevaban palabras de amor, que para ella eran alientos de vida. Eran como un bálsamo de felicidad. A veces me las mostraba y otras, me leía algunos apartes de ellas. Parecían poesía viva. Tenían tal descripción del amor que él sentía por ella, que el cielo, por más gris que fuera, se tornaba azul.
En las cartas, su amado le decía que cuando ella pudiera irse a reunir con él, la estaría esperando; que sus días se daban sólo por pensar que ella estaría a su lado en algún momento de su vida, pero la señorita Elena, como buena hermana que era, tenía la promesa de cuidar a su hermano hasta el final y él lo sabía.
Ella era preciosa. Tenía unas facciones muy pulidas, parecía una griega, con excelentes proporciones y piel suave. Sus ojos un poco almendrados de un color entre verde oliva y musgo, se tornaban rasgados con su amable sonrisa. Sus labios siempre llevaban un rosa brillante, que combinaba con su piel blanca. El cabello era castaño claro hasta los hombros y tenía un cuerpo armonioso que movía graciosamente al caminar. Siempre estaba de zapato alto y falda. Jamás la vi usar pantalón. Tenía las piernas contorneadas y rectas. Nunca la noté de mal genio o molesta por algo, aunque llevaba su cruz con el cuidado de su hermano. Él era una buena persona, pero bebía hasta altas horas de la noche. Juan se llamaba. “Don Juan” le decíamos en casa. Era un señor alto, también de lindas facciones, pero que tenía el dichoso vicio del licor.
En casa le decíamos a la señorita Elena “que dejara al hermano y que hiciera su vida”. “Que él ya estaba crecido y sabría cómo salir adelante”. “Que su amado la esperaba y contaba con ella para poder continuar su vida”. “Que el tiempo nada devolvía y que estaba perdiendo sus mejores años de vida”. Pero no, nuestras palabras se las llevaba el viento, porque, insistía en decir, que ella le había prometido a su padre moribundo que estaría con su hermano hasta el final y eso, era una promesa sagrada. Su amado, como dije, era consciente de la promesa y respetaba esa decisión.
El tiempo siguió, Don Juan empezó a enfermarse y para colmo, a la señorita Elena, dejaron de llegarle las cartas. Ella miraba por el balcón de su apartamento o por la ventana de su habitación, en busca del cartero, pero éste jamás volvió a verse. Pasaron los días, los meses y su elixir, no aparecía en lo absoluto. De todas maneras, ella escribía diariamente unas letras para su amado, como dando respuesta a las cartas que no recibía, tal vez por la costumbre o quizás para darse un poco de ánimo. -¡No puede ser que me haya olvidado!-, se decía o -A lo mejor está enfermo-; se comentaba como para no desfallecer. ¿Será eso posible? Y si fuera así, -¿Quién lo estará cuidando?- y de pronto -Si se golpeó en la cabeza, ¡tal vez por eso me ha olvidado!-. Se decía una y otra vez. -¡Esto no puede estar pasando!- Empezaron a rondarle mil ideas por la mente. Trató de lograr entender de manera lógica que podría haber sucedido, pero nada concreto le surgía. Sin embargo, ella le seguía enviando sus escritos, comentando el día a día, aun sin recibir respuesta alguna. Pensó entonces en llamar, pero igual, no tenía el número y en ese entonces, era muy costosa una llamada al exterior y ¡menos a China! Para colmo había que ir a unas cabinas especiales para ello, y si hubiese tenido el número, el dinero no le hubiera alcanzado, pues Don Juan, lo que antes derrochaba en licor, se lo gastaba ahora en la compra de los medicamentos para su enfermedad. Le habían diagnosticado cirrosis e imagino que generada por el exceso de licor.
Los días fueron pasando, días que se convirtieron en años, no muchos realmente, pero la señorita Elena, empezó a demacrarse y a envejecer prematuramente.
El médico dijo que Don Juan, debía tener unos cuidados muy especiales si quería tener unos años más de vida y que no era prudente que consumiera más licor. Decidió dejar de beber, pero la cirrosis ya había hecho lo suyo. Cada vez se veía más pálido.
No sé si pensar que afortunada o infortunadamente, la vida de la Señorita Elena, convirtió su tiempo en entrega única y exclusivamente para su hermano. Tenía que insistir en que se alimentara, en bañarlo, en vigilar que no se ahogara con los vómitos de sangre, en fin, enfermera privada las 24 horas y ya no había tiempo de pensar en nada más.
A veces tenía que cambiar hasta tres veces al día las sábanas, todas untadas de sangre. Otras veces debía lavar el piso cuando Don Juan tenía vómitos oscuros sobre él. Ella sin impacientarse, hacía su oficio. Al fin de cuentas, le estaba cumpliendo la promesa a su padre y con esto se sentía aliviada, aun cuando en estos momentos realmente necesitaba de un apoyo, obviamente más moral que económico y así volvía a su mente la ausencia presente de su amado. Sí, él realmente no estaba ahí con ella, pero su pensamiento hacía que la acompañara día a día, y eso la mantenía viva.
Un día la señorita Elena, salió a la Farmacia de la esquina, muy preocupada porque Don Juan tenía las manos muy rojas y las venas muy visibles en el cuerpo, como telarañas de sangre en la piel y fue a preguntarle al farmacéutico qué opinaba sobre el asunto. De pronto vio en la entrada de la farmacia, a varias personas reunidas, hablando de algo que llamó su atención de manera muy especial. Los vecinos, comentaban que algo extraño debería estar pasando por esa parte del barrio, porque a varios de ellos que ya estaban jubilados, los cheques les habían dejado de llegar a sus casas y a otras personas que tenían convenios por correo, no las habían vuelto a recibir. Los jubilados habían tenido que ir a los bancos, en donde les decían que los cheques habían sido expedidos y a las otras personas de las suscripciones, también les habían informado que evidentemente se enviaron a las direcciones consignadas en su debido momento de la compra. Pues bien, la señorita Elena no dijo nada, habló con el farmacéutico quien le dijo que era importante que viera mejor al médico que estaba tratando a Don Juan. Salió de allí, casi sin dar las gracias, porque ya tenía en la cabeza otro asunto más por resolver. Llevó a Don Juan al médico. Lo dejaron hospitalizado en cuidados intensivos. El médico le dijo que no se preocupara que él estaba en buenas manos, que se fuera a descansar. Dudó un poco en salir, pero recordó que tenía algo pendiente por averiguar.
Regresó a su casa, y fue a hablar con las personas que antes había visto hablando del caso de los correos. El corazón le latía con gran fuerza, como si presintiera algo. Habló con este, y aquel, hizo cálculos y sí, a ella también le hacían falta sus cartas desde la misma época.
Hizo que cada uno escribiera su caso y lo firmara. Se fue para la oficina de correos, expuso su tema con el Jefe de zona del Correo y le dijo que miraría el asunto. Ella no le vio como mucha celeridad para hacer la diligencia y es entonces cuando le muestra las cartas de sus vecinos.
El Jefe tomó las cartas, vio que el asunto era serio realmente y dijo que pronto le daría respuesta, que él personalmente se apropiaría de la investigación. Empezó a mirar las fechas y concordaban claramente con la muerte del antiguo cartero de la zona. Miró las rutas y a los encargados del recorrido. Empezó a estudiar todo, y en unos días, notó cómo uno de los carteros, Jaime, justo el asignado a esa franja, era el primero en llegar a la oficina después de la jornada y siempre se le veía bien puesto.
Habló con todos los compañeros de éste y le comentaron que hablaba poco, que era más bien tranquilo y relajado en su desempeño. Además, siempre se le veía muy descansado por mas trabajo que tuvieran. El Jefe decidió enviarle un compañero nuevo para vigilarlo, con el pretexto de que le diera una inducción. Jaime, sacó mil pretextos y se reportó como enfermo para el día en que tenía que dar la inducción y sugirió que alguien fuera con el chico en otro recorrido. Esto no le gustó para nada al Jefe, y decide ir a visitarlo a su casa. Fue con otro de los carteros, tocaron la puerta, la esposa abrió la puerta a medias, dijo que estaba dormido, que no podía moverse, que regresaran mas tarde, pero el Jefe insistió en verlo, porque dijo que era política del correo, preocuparse por sus empleados. A la señora no le quedó otro remedio que abrirles la puerta y dejarlos pasar, cuando ¡oh sorpresa!, los corredores estaban llenos de cajas con cartas, perfectamente organizadas. El Jefe y el cartero invitado solo se miraron, justo en el momento en que Jaime salió medio dormido de su habitación. Ante el asombro de ambos, él explicó que: -Era que había demasiado trabajo y no alcanzaba a entregar esa parte del correo-. Argumentó: -Que él trataba de llevar lo que podía, pero que ese trabajo al sol y al agua, a veces le afectaba-. Sin más, se dejó caer sobre el sofá de la sala, a la espera de las autoridades, pues sabía lo que le esperaba. La esposa, dijo que ella lo único hacía, era organizarlas.
Mientras tanto, la señorita Elena, ya en el hospital, era informada de que su hermano ya estaba en los últimos momentos de su vida y que ya nada podían hacer por él. Pidió autorización para estar a su lado hasta el último momento. Leyó el periódico para relajarse un poco; cuando de pronto vio la noticia sobre un cartero que estaba preso, porque había guardado en su casa cartas y que tenía por lo menos, una tonelada y media de peso en ella. Solicitaban a las personas que habían sido afectadas por este hecho, para retribuirlas por los posibles perjuicios que hubiesen tenido y que ya estaban enviando todas las cartas que no habían sido entregadas. Esto le dio una felicidad muy grande, porque sabía que tendría las suyas. Así lo sentía y por fin tendría sus letras de nuevo. Ella había sido constante en su comunicación y vería recompensada su fe.
Le comentó a Don Juan la situación en su lecho de muerte; él le sonrió, le tomó de la mano, le dijo –Mereces ser feliz, gracias por todo -, cerró los ojos y murió.
Ella, le hizo un entierro precioso, todo blanco: vestidos y flores, como si se anunciase la luz que se le venía a ella para la vida.
Ya en casa, sola, le llegaron las cartas que tanto había esperado. Leyendo una a una, se fue llenando de nuevo de felicidad, de vida y de energía. Ya estaba ojeando las últimas, cuando tocaron a la puerta de su casa. ¡Era su amado quien había venido por ella! Así se lo decía en su última carta que aún no había leído. Se abrazaron y besaron, como la primera vez. Él le explicó que tenía que venir por ella para apoyarla. En sus cartas se había enterado de todo lo que estaba sucediendo, gracias a que jamás dejó de escribir. Sabía que ella estaría sola pronto con su promesa cumplida y ahora venía por la de él. Regresó con todo el amor y el deseo de poderla tener por fin a su lado. Nunca le exigió nada y a cambio ofreció su amor incondicional. Se casaron y se fueron para China. Ya quien recibe cartas de ellos soy yo, pero sin estampillas, pues ya existe el e.mail.